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lunes, 7 de mayo de 2012


3 KILOS DE CENIZAS Y 21 GRAMOS DE ALMA

Capítulo 9

Hoy tiembla la tierra. Una pala gigante me levanta  en el aire y me lanza en un contenedor. He perdido de vista lo poco que quedaba de mí. Al cíclope tampoco lo he vuelto a ver. Una vibración constante me enloquece hasta que comenzamos a ponernos en movimiento….yo, y parte de la playa en la que apenas había logrado cierta estabilidad.  Un moreno fuerte de olor peculiar  maneja el vehículo en el que estoy, mientras canta  canciones populacheras de las emisoras a.m. con las que me solía levantar. Me busco en mi proyección y no me encuentro. Es como si replegaran la pantalla y ya no hubiese superficie en la que plasmarme. Rodamos kilómetros de canciones de abandono, tortura y amor, entre constantes saltos, acelerones y paradas. El conductor se detuvo por unas cervezas, dejándome bajo el implacable sol, con la desesperación de que pronto iniciase nuevamente su camino y algo de aire refrescara mi conciencia. Se detuvo unas dos veces más antes de finalmente presionar un botón que me expondría a uno de mis mayores temores: hallarme bajo tierra. Preso de locura y ansiedad, logré distinguir  dónde me encontraba: una explanada inmensa, llena de arena y camiones completaba mi nuevo paisaje. Nunca me habían gustado los cambios, y este me aterrorizaba. La duda y la incertidumbre me acechaban nuevamente, pero  esta vez mi destino no estaría en mis manos.

martes, 1 de mayo de 2012



3 KILOS DE CENIZAS Y 21 GRAMOS DE ALMA
 Capítulo 8
Veo pasar los barcos de los pescadores antes del amanecer. Extraño el placer que me daba la brisa; ahora sólo me da estrés y preocupaciones. Cuando sopla fuerte me parece que me despelleja;  sólo pensar en ello me aterroriza. La imaginación, que ahora no es más que producto de mis recuerdos, me traiciona y me confunde. Quisiera desecharla, pero parece imposible. Sin ella perdería mi conciencia, y gracias a ella  aún existo. Es  irónico, pues me parece recordar que antes la imaginación era un escape para  fingir que desconocíamos nuestro destino, y ahora que lo conozco,  la necesito para mantenerme atado a lo que creía mi esencia, y me niego a dejar.
Los cochinos bañistas han dejado restos de sus chucherías por todas partes, y han llegado las siempre hambrientas gaviotas a picotear aquí y allá dejando imperceptibles huequillos en la arena.  Con el ir y venir del mar, me siento como colador, o peor aún como red de tuberías por las que el agua  mágicamente desaparece para iniciar un nuevo ciclo, un recorrido repetitivo y sin sentido.
Al fin se van nuevamente y me quedo solo con el cíclope sin boca que interfiere en mis pensamientos  y la sombrilla inservible que sube y baja arrastrada por las olas. Veo al frente. El proyector muestra una imagen de mí que apenas reconozco o me he esforzado en olvidar: un rostro triste, quejumbroso, mira perdido el horizonte; su mano derecha recoge arena que cierra en un puño para observarla caer lentamente entre las comisuras de sus dedos; esta acción se repite una y otra vez, hasta que una lágrima se le escapa. Me detengo y  me esfumo. Y es el cíclope quien se apodera de mi imaginación para sacarse los zapatos y dar un paseo por la orilla. La imagen se torna borrosa, y la noche termina por empañarlo todo, mientras unos cuantos cangrejos  salen de sus agujeros para disfrutar de las estrellas.