Capítulo 8
Veo pasar los barcos de los pescadores antes del amanecer. Extraño el
placer que me daba la brisa; ahora sólo me da estrés y preocupaciones. Cuando
sopla fuerte me parece que me despelleja; sólo pensar en ello me aterroriza. La
imaginación, que ahora no es más que producto de mis recuerdos, me traiciona y
me confunde. Quisiera desecharla, pero parece imposible. Sin ella perdería mi
conciencia, y gracias a ella aún existo.
Es irónico, pues me parece recordar que
antes la imaginación era un escape para
fingir que desconocíamos nuestro destino, y ahora que lo conozco, la necesito para mantenerme atado a lo que
creía mi esencia, y me niego a dejar.
Los cochinos bañistas han dejado restos de sus chucherías por todas partes,
y han llegado las siempre hambrientas gaviotas a picotear aquí y allá dejando
imperceptibles huequillos en la arena.
Con el ir y venir del mar, me siento como colador, o peor aún como red
de tuberías por las que el agua
mágicamente desaparece para iniciar un nuevo ciclo, un recorrido repetitivo
y sin sentido.
Al fin se van nuevamente y me quedo solo con el cíclope sin boca que
interfiere en mis pensamientos y la
sombrilla inservible que sube y baja arrastrada por las olas. Veo al frente. El
proyector muestra una imagen de mí que apenas reconozco o me he esforzado en
olvidar: un rostro triste, quejumbroso, mira perdido el horizonte; su mano
derecha recoge arena que cierra en un puño para observarla caer lentamente
entre las comisuras de sus dedos; esta acción se repite una y otra vez, hasta
que una lágrima se le escapa. Me detengo y
me esfumo. Y es el cíclope quien se apodera de mi imaginación para
sacarse los zapatos y dar un paseo por la orilla. La imagen se torna borrosa, y
la noche termina por empañarlo todo, mientras unos cuantos cangrejos salen de sus agujeros para disfrutar de las
estrellas.
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