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martes, 1 de mayo de 2012



3 KILOS DE CENIZAS Y 21 GRAMOS DE ALMA
 Capítulo 8
Veo pasar los barcos de los pescadores antes del amanecer. Extraño el placer que me daba la brisa; ahora sólo me da estrés y preocupaciones. Cuando sopla fuerte me parece que me despelleja;  sólo pensar en ello me aterroriza. La imaginación, que ahora no es más que producto de mis recuerdos, me traiciona y me confunde. Quisiera desecharla, pero parece imposible. Sin ella perdería mi conciencia, y gracias a ella  aún existo. Es  irónico, pues me parece recordar que antes la imaginación era un escape para  fingir que desconocíamos nuestro destino, y ahora que lo conozco,  la necesito para mantenerme atado a lo que creía mi esencia, y me niego a dejar.
Los cochinos bañistas han dejado restos de sus chucherías por todas partes, y han llegado las siempre hambrientas gaviotas a picotear aquí y allá dejando imperceptibles huequillos en la arena.  Con el ir y venir del mar, me siento como colador, o peor aún como red de tuberías por las que el agua  mágicamente desaparece para iniciar un nuevo ciclo, un recorrido repetitivo y sin sentido.
Al fin se van nuevamente y me quedo solo con el cíclope sin boca que interfiere en mis pensamientos  y la sombrilla inservible que sube y baja arrastrada por las olas. Veo al frente. El proyector muestra una imagen de mí que apenas reconozco o me he esforzado en olvidar: un rostro triste, quejumbroso, mira perdido el horizonte; su mano derecha recoge arena que cierra en un puño para observarla caer lentamente entre las comisuras de sus dedos; esta acción se repite una y otra vez, hasta que una lágrima se le escapa. Me detengo y  me esfumo. Y es el cíclope quien se apodera de mi imaginación para sacarse los zapatos y dar un paseo por la orilla. La imagen se torna borrosa, y la noche termina por empañarlo todo, mientras unos cuantos cangrejos  salen de sus agujeros para disfrutar de las estrellas.

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